Son muchos los caminos que llevan a ser catequista y, en todos los casos, suelen surgir muchas preguntas en torno a la tarea: ¿Lo podré hacer? ¿Lo podré hacer bien? ¿Estaré suficientemente formado? ¿Recibiré apoyo de la comunidad?
Sin embargo al ir entrando en el maravilloso mundo de la catequesis, las preocupaciones van cambiando. Se comprende que lo más importante es transmitir con amor el mensaje de Jesús y compartir con los demás la experiencia del encuentro con Cristo.
Así, el catequista se convierte, definitivamente, en una persona que cree y sigue a Jesucristo viviendo la alegría de ser su testigo. Lo escucha en la oración y en la lectura del evangelio y lo descubre en el discernimiento comunitario y en la vida cotidiana intentando ver a las personas, las cosas, las situaciones, tal y como él las vería hoy.
El catequista se reconoce en búsqueda, en camino; no se cree ni dueño de la verdad ni el "maestro" que llega para esclarecer a los demás sino un instrumento que el mismo Jesús, presente en la comunidad, envía, sostiene y da fuerza para superar las oscuridades y dificultades. Es parte de la gran marcha de creyentes que han recorrido y aún recorren la historia. Marcha que fue iniciada por el pueblo de Israel y ha continuado en la Iglesia y, a través de ella, ha llegado hasta nosotros.
Por eso, hay que "recomenzar desde Cristo" imitar al Maestro Bueno, al único que tiene Palabra de Vida Eterna y salir una y mil veces a los caminos, en busca de las personas en sus más diversas situaciones.
Es mirar, al que supo diferenciarse de los rabinos de su tiempo porque su enseñanza y su ministerio no quedaban localizados en la explanada del templo sino que fue capaz de "hacerse camino", porque salió al encuentro de la vida de su pueblo para hacerlos partícipes de las primicias del Reino.
Es cuidar la oración en medio de una cultura agresiva para que el alma no se arrugue, el corazón no pierda su calor.
Es sentirse interpelados por su palabra, por su envío y no ceder a la tentación minimalista de contentarse con sólo conservar la fe, y darse por satisfecho de que alguno siga viniendo a la catequesis.
Además en la vida de todo cristiano de todo discípulo, de todo catequista, no falta la experiencia del desierto, de la purificación interior, de la noche oscura, de la obediencia de la fe, como la que vivió nuestro padre Abraham. Pero ahí también está la raíz del discipulado. Los cansancios del camino no pueden acobardar y detener nuestros pasos porque equivaldría a paralizar la vida.
En la vida de todo cristiano; de todo discípulo, de todo catequista tendrá que estar el animarnos a la periferia, a salir de los esquemas; de lo contrario no podremos hoy ser testigo del Maestro.
Volvamos nuestra mirada a la Virgen de Luján. Pidámosle que transforme nuestro corazón vacilante y temeroso para que hagamos realidad una Iglesia fiel, que conoce de heridas, peligros y sufrimientos por haber descubierto que, cuando el amor nos apremia, todo es poco para que suene en la orillas la Buena Noticia de Jesús.
Sin embargo al ir entrando en el maravilloso mundo de la catequesis, las preocupaciones van cambiando. Se comprende que lo más importante es transmitir con amor el mensaje de Jesús y compartir con los demás la experiencia del encuentro con Cristo.
Así, el catequista se convierte, definitivamente, en una persona que cree y sigue a Jesucristo viviendo la alegría de ser su testigo. Lo escucha en la oración y en la lectura del evangelio y lo descubre en el discernimiento comunitario y en la vida cotidiana intentando ver a las personas, las cosas, las situaciones, tal y como él las vería hoy.
El catequista se reconoce en búsqueda, en camino; no se cree ni dueño de la verdad ni el "maestro" que llega para esclarecer a los demás sino un instrumento que el mismo Jesús, presente en la comunidad, envía, sostiene y da fuerza para superar las oscuridades y dificultades. Es parte de la gran marcha de creyentes que han recorrido y aún recorren la historia. Marcha que fue iniciada por el pueblo de Israel y ha continuado en la Iglesia y, a través de ella, ha llegado hasta nosotros.
Por eso, hay que "recomenzar desde Cristo" imitar al Maestro Bueno, al único que tiene Palabra de Vida Eterna y salir una y mil veces a los caminos, en busca de las personas en sus más diversas situaciones.
Es mirar, al que supo diferenciarse de los rabinos de su tiempo porque su enseñanza y su ministerio no quedaban localizados en la explanada del templo sino que fue capaz de "hacerse camino", porque salió al encuentro de la vida de su pueblo para hacerlos partícipes de las primicias del Reino.
Es cuidar la oración en medio de una cultura agresiva para que el alma no se arrugue, el corazón no pierda su calor.
Es sentirse interpelados por su palabra, por su envío y no ceder a la tentación minimalista de contentarse con sólo conservar la fe, y darse por satisfecho de que alguno siga viniendo a la catequesis.
Además en la vida de todo cristiano de todo discípulo, de todo catequista, no falta la experiencia del desierto, de la purificación interior, de la noche oscura, de la obediencia de la fe, como la que vivió nuestro padre Abraham. Pero ahí también está la raíz del discipulado. Los cansancios del camino no pueden acobardar y detener nuestros pasos porque equivaldría a paralizar la vida.
En la vida de todo cristiano; de todo discípulo, de todo catequista tendrá que estar el animarnos a la periferia, a salir de los esquemas; de lo contrario no podremos hoy ser testigo del Maestro.
Volvamos nuestra mirada a la Virgen de Luján. Pidámosle que transforme nuestro corazón vacilante y temeroso para que hagamos realidad una Iglesia fiel, que conoce de heridas, peligros y sufrimientos por haber descubierto que, cuando el amor nos apremia, todo es poco para que suene en la orillas la Buena Noticia de Jesús.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario